Cambiando de tercio... De vez en cuando toca ponerse serio y hacer sitio para ciertas reflexiones que, dada su naturaleza trascendental, deben mantenerse apartadas de toda ironía y sarcasmo. Y es que en la vida de todo médico joven hay lugar para la alegría, la broma y el regocijo pero también para, no tanto las lágrimas, pero sí que como mínimo el recogimiento y la reflexión.
Habitualmente nos mostramos alegres y confiados con nuestros pacientes y colegas; solemos incluso autodotarnos de una "coraza emocional" que nos ahorre el sufrimiento psicológico a la hora de afrontar las muertes y el sufrimiento de nuestros pacientes pero todo esfuerzo es vano a la hora de soslayar ciertos acontecimientos de nuestro día a día en el hospital. Y es que, en un mundo demencial en el que impera el encarnecimiento terapéutico y a los médicos se nos pide que hagamos prácticamente "milagros" para mantener con vida a ancianos deteriorados con una calidad de vida cuanto menos cuestionable, pero en el que la muerte repentina de un paciente joven sigue siendo una tragedia, que tire la primera piedra quién no haya quedado "tocado" alguna vez por exitus de esta índole.
Podemos tratar de adornar el hecho en cuestión con términos médicos como "exitus" o eufemismos tales como "pasar a mejor vida"; endulzarlo con coletillas como "por lo menos ha dejado de sufrir"; o incluso rozar el humor negro con expresiones tipo "palmatoria" o "ser barraca", "Barraca Obama" y otras por el estilo, pero por más que lo intentemos, jamás podemos librarnos de ese regusto amargo y desagradable que deja siempre el ser testigo de una vida humana que se extingue.
El ser humano es per se, un ser reflexivo -aunque en ocasiones nos em
peñemos en demostrar lo contrario con nuestros actos- y en cada uno/a de nosotros hay un filósofo que no puede ni quiere dejarse de plantearse ciertas cuestiones.
Precisamente es sobre la muerte, el dolor y los pacientes terminales sobre lo que tuvimos hoy una interesantísima conversación de éstas de "cafetería laboral de hospital" unas compañeras y yo. No pude dejar de recordar una experiencia que viví con una paciente al principio de la residencia el pasado verano. No soy lo que se dice precisamente una persona mística ni supersticiosa pero hay cosas en la vida que como mínimo dan que pensar.
Lo recuerdo bien. Se trataba de una señora relativamente joven para la media de edad que suelen presentar los pacientes sometidos a cirugía cardíaca; era su segunda intervención por una disfunción de una valvula bioprotésica en posición aórtica. No presentaba excesiva comorbilidad y su estado general era bueno; la primera intervención había tenido lugar unos diez años antes sin incidencias relevantes y nada hacía pensar que en esta ocasión fuera distinto, sin embargo la mañana previa a la intervención cuando pasamos visita, la señora se nos mostró apática y deprimida con la convicción de que en esta ocasión la cosa iba a ir mal y que iba a ser diferente. Y efectivamente lo fue. La intervención fue técnicamente impecable pero no obstante, por alguna razón desconocida, la paciente salió de bomba tras 9 intentos fallidos con aminas a dosis plenas y balón de contrapulsación con ayuda de una asistencia ventricular falleciendo horas después en Rea. Aún a día de hoy el recuerdo de este suceso me deja consternado pues estoy convencido de que la paciente en cierta manera e incomprensiblemente para mí, tenía una premonición, una convicción que en su momento podía parecer irracional o desproporcionada pero que se vio confirmada.
Por supuesto que casos como éste son "habas contadas" como se dice en mi tierra -y afortunadamente- pero no por ello te dejan de tocar la fibra sensible. Y es que, aunque en ocasiones sobredimensionen su padecimiento o yerren en ciertas interpretaciones -como también lo hacemos los galenos-, nadie conoce mejor el dolor y su estado vital que los propios pacientes, que a diario nos enseñan a los médicos cosas sobre el significado de la vida y de la enfermedad, cosas tán importantes y a la vez tán obvias -aunque a veces se olvide- como que la vida es corta y que cada día cuenta (el famoso "Carpe diem!" de los renacentistas). Por eso, y aunque discrepe en tántas muchas cosas con el clero, en una cosa sí que coincido con los dogmas de muchas religiones: debemos regocijarnos y considerarnos afortunados ante cada día nuevo que vivimos.
Recientemente, emulando una de las escenas de la película de Joby Harold "Awake" (2007) (cinta estrenada en España como "Despierto"), me tumbé en una mesa de operaciones de unos de los quirófanos de Cirugía Cardíaca de mi hospital, y traté de ponerme en la piel del paciente que va a ser sometido a una cirugía cardíaca mayor; al igual que el candidato a un trasplante cardíaco Clay Bareford del filme anteriormente citado, traté de imaginarme la hoja del bisturí frío deslizándose velozmente sobre mi piel y realizando su diéresis junto a la del tejido subcutáneo como si de mantequilla se tratara; me imaginé a mí mismo con el tórax abierto de par en par cual libro; con las cánulas que permiten establecer el circuito de circulación extracorpórea que nos permiten realizar a día de hoy los complejos procedimientos quirúrgicos que se llevan a cabo a diario en la cirugía del corazón; me imaginé todo el proceso y traté de hacer mías las emociones que, intuyo, puede experimentar cualquiera de nuestros pacientes; que se duermen con una confianza plena en el equipo quirúrgico y anestésico esperando volver a retomar sus vidas y sus proyectos vitales libres de enfermedad, más o menos conscientes de que pese a todo, puede que jamás lleguen a despertar, que su vida se apague en dicha mesa deo peraciones. Un frío intenso recorre mi espalda; me taquicardizo; siento una especie de vértigo pero finalmente me incorporo y salgo del quirófano convencido de que la vida nos da a diario segundas oportunidades que no debemos desaprovechar... porque nunca sabemos cuándo éstas van a ser las últimas.